viernes, 11 de mayo de 2018

Viajes y Peripecias de un Viejo Mercenario Esperando Poder Jubilarse - Capítulo IV (5ª parte)

SALTEADOR DE TUMBAS

- IV -
 LA SATISFACCIÓN DEL DEBER CUMPLIDO


- Entonces.... ¿lo lograste? – pregunté.
- Lo conseguí – asintió Drill, con su sonrisa infantil. Aquella sonrisa le dibujaba en el rostro muchas más arrugas de las que recordaba.
- ¿Y Lomheridan? – pregunté, bajando la voz, aunque los pocos parroquianos que había en la taberna de Frank no nos prestaban ninguna atención. Thalio y Thelio, que pasaban de vez en cuando por allí, distrayéndome al mirarles el trasero, tampoco hacían nada por atender a nuestra conversación.
- Cuando salí de la pirámide escalé poco a poco por los riscos que bordean el camino, hasta llegar al refugio que había preparado el día antes – explicó Drill, que seguía agarrado al tazón de caldo con ambas manos ahuecadas, aunque ya debía de haberse quedado frío. Con un gesto pidió otro a Thelio, que estaba cerca en ese momento. – Allí me esperaba Ryngo, que se puso muy contento de volver a verme, frotándose contra mis pies y lamiéndome las manos. Pasamos allí un par de días escondidos y después bajé de nuevo al camino, creyendo que los guardias de la Orden de Alastair habrían olvidado el incidente: se les había escapado un tipo que se había quedado por la noche en la pirámide, cosa que estaba prohibida, pero no había desperfectos en todo el Mausoleo ni faltaba nada (si acaso, había algo de más), así que esperaba que hubiesen bajado la guardia. El tiempo era húmedo, aunque no llovía, así que volvimos caminando hasta Cokuhe con facilidad y tranquilidad. Allí busqué una empresa de correo y envié la espada (envuelta otra vez en trapos) a Velsoka, al Museo de la Guerra de Rocconalia, a la atención del señor Dumarus, o quienquiera que fuera en ese momento el director del Museo de la Guerra. Me temo que quizá, después del robo, alguien más importante que él pudo haberle despedido – terminó Drill, con cierta culpa.
- ¿Enviaste la espada al museo?
- ¿Qué otra cosa podía hacer? – refunfuñó Drill, sonriendo sin embargo. – Yo sólo quería la espada para abrir el sepulcro y la había obtenido por medios ilícitos. Lomheridan debía estar en su lugar y yo no tenía ningún interés en volver a Velsoka, dado que se me buscaba por robo. Espero que Norrington no siga buscándome, ahora que la espada ha vuelto a su lugar.
Di un trago de vino especiado, antes de seguir.
- Increíble, Drill – dije, admirada. – ¿Y después? Aquello debió ser en febrero, más o menos. ¿Qué has hecho durante este último año?
- Viajar – fue la sencilla respuesta.
Drill me explicó que, como no le quedaba mucho dinero y todavía le quedaban sitios a los que ir y gente a la que visitar, salió de Cokuhe a pie, sin prisas, viajando solamente cuando sabía que podría pasar las noches a cubierto, en casas de algún vecino amable, en pajares o establos, en casas de acogida para vagabundos o en el hogar de algún conocido, que por fortuna le pillase de camino. De aquella manera, sin acelerarse y viajando sólo cuando el tiempo acompañaba (no le importaba andar con frío, pero cuando el tiempo era demasiado húmedo o directamente llovía o nevaba sus huesos y articulaciones le pedían un descanso, con mensajes de dolor) llegó a las montañas Rocco a mediados de abril.
La Temporada Húmeda hizo honor a su nombre así que el paso de la cordillera fue duro e incómodo. Muchas jornadas las pasó a resguardo en alguna oquedad o cueva y, cuando tuvo la oportunidad, en alguna cabaña abandonada, donde la estancia era mucho más comfortable.
- Allí fue donde me despedí de Ryngo – dijo, com de pasada, pero su voz se había ahogado un poco. Su ojo gris estaba brillante.
- ¿Cómo fue?
- Ley de la naturaleza, digo wen – respondió, apenado, pero luego sonrió. – Mientras caminábamos por el sendero que atravesaba la cordillera, en el mismo sitio donde nos habíamos conocido, Ryngo solía alejarse, metiéndose entre los arbustos, escalando las laderas.... Investigaba por su cuenta. Cazaba para comer y curioseaba por los alrededores. Había días en que no lo veía en toda la jornada, pero volvía siempre para dormir junto a mí. Hasta que una vez estuvo desaparecido un par de días. Empezaba a preocuparme hasta que la segunda noche volvió a la hoguera que había encendido, protegida por un saliente de roca. No vino solo.
Comprendí la situación al instante.
- Otro animal de su misma raza le acompañaba, aunque sospecho que era del género opuesto – sonrió Drill, con nostalgia. – Ryngo se acercó a mí, oliéndome y lamiéndome las manos, pero cada vez volvía con la zorra, olisqueándose con ella y jugando, trotando en círculos los dos a la vez o rodeándola mientras ella estaba quieta. Aquello era lo normal, y aunque me entristecía separarme de mi compañero, al que le debía la libertad e incluso la vida, quizá, cada uno debíamos seguir nuestro camino. Nos despedimos con un abrazo y algunos lametones y después se perdió en la espesura de espinos, acompañado por la hembra. Así fue todo.
Drill guardó silencio un momento, dando un trago del nuevo caldo caliente y humeante. Después se quedó pensativo unos instantes y después siguió con su relato.
Llegó hasta el final del sendero, a la cascada en la que había caído con Tash Norrington. Aquella vez la bajó con mucho más cuidado y llegó al fondo sin percances, saliendo al valle y encontrando la cabaña de los leñadores siguiendo el río. Pasó el resto de la Temporada Húmeda con ellos: Shonren, Adeilha y Jordan le recibieron con alegría y con los brazos abiertos. Ayudó a Shonren en los bosques cercanos, a Adeilha con los animales de la pequeña granja y a Jordan a pelear con espadas de madera. El niño se había convertido en un joven con visos de ser apuesto en su madurez, alto y espigado, al que todavía le faltaba por crecer un palmo o palmo y medio.
Con la familia de leñadores fue feliz y descansó con tranquilidad, sintiéndose útil y querido. Pero cuando llegó sexembre y el Verano empezó a calentar Ilhabwer, Drill se despidió de sus anfitriones y les agradeció su tiempo y sus atenciones. No les prometió volver a visitarles porque no sabía qué le deparaba el futuro: si se cumplían sus planes no saldría nunca más de Ülsher. Así que la despedida fue emotiva e intensa, pero como se separaban como amigos que habían disfrutado de su amistad y compañía, el fondo de la despedida fue alegre.
Poco dinero le quedaba y las diligencias en el reino de Darisedenalia eran caras, así que aprovechó el buen tiempo para viajar a pie, descansando en el campo y pasando las noches al raso. El viaje fue lento y agradable y le llevó hasta Lendaxster, donde a mediados de septiembre tomó un barco que le cruzó el estrecho de Mahmugh, hasta las islas Tharmeìon. Desembarcó en Nori, con la bolsa prácticamente vacía, y se presentó en el palacio del rey Vërhn, sabiendo que lo recibiría sin problemas. Así fue y disfrutó de la hospitalidad del monarca durante casi veinte días, en los que paseó con Oras Klinton por la ciudad y el palacio, tuvo largas conversaciones con el consejero Gert Ilhmoras e incluso visitó a Telly, que le invitó a comer.
Aprovechando que el capitán Lorens Denzton había llegado con “La gaviota dorada” al puerto de Nori y volvía en un par de días al continente, Drill se despidió de la familia real y de todos sus amigos en la corte y viajó con el capitán y su tripulación, que le llevaron encantados a bordo.
Virtud a la gratitud del monarca de las islas Tharmeìon, Drill pudo comprar un burro en los establos de Humaf, donde el anciano le hizo un buen precio de compra por un pollino excelente. A lomos de su montura (un animal de edad avanzada, bastante dócil y fiable, un buen reflejo del jinete) cruzó la frontera entre los reinos de Darisedenalia y Barenibomur. La guerra había acabado hacía mucho tiempo y Drill no tuvo problemas con los Caballeros de Alastair del puesto fronterizo cuando les mostró su placa de identificación. Quizá los cargos por traición y deserción habían prescrito o simplemente se habían olvidado, al ser crímenes de una guerra que había concluido hacía tiempo y todo el mundo quería olvidar. Así que, libre de toda sospecha, recorrió el reino de Barenibomur de un extremo al otro, durante los meses de octubre y noviembre, rodeando el lago Bomur y siguiendo el río Birmanion, hasta casi su desembocadura. Karl Monto vivía en Dérdrè, una pequeña aldea a orillas del río Birmanion, a treinta kilómetros de Qalgut, y allí había sido donde habían acordado encontrarse cuando la misión estuviese completada.
- ¿Y llegaste allí, le dijiste que todo estaba hecho y cobraste el trabajo? – pregunté, atónita.
- Más o menos así fue – asintió Drill. – Monto no ha cambiado nada, sigue siendo igual de repulsivo, escrupuloso y extraño. Le informé del éxito de la misión, me acogió en su casa (una mansión muy elegante, propia de un noble), me invitó a cenar, me presentó a su mujer (una bella señora de cabello rubio y ojos claros, llamada Justine) y me pidió que le contara lo que me había ocurrido. Le hice un resumen mucho menos detallado del que te he hecho a ti y después gritó alborozado. Un caso – Drill meneó la cabeza, con su sonrisa extraña en los labios.
- Y te pagó.
- Por supuesto – asintió Drill, sin saber cómo sentirse, orgulloso o avergonzado.
Yo recordaba el salario de mil sermones que Karl Monto le había prometido a mi antiguo yumón y se me encogió un poco el estómago al pensar que lo había conseguido.
- ¿Y después? – dije, con un hilo de voz, terminándome el vaso de vino. Hice un lánguido gesto hacia los camareros y en seguida Thalio me trajo otro.
Poco más quedaba por contar. Drill se despidió de Karl Monto y su mujer al día siguiente y siguió su camino hasta Qalgut. Nunca había estado allí y sentía curiosidad por conocer la ciudad conocida como “el final de Ilhabwer”. Allí, con los bolsillos llenos de dinero, alquiló un carruaje, al margen de las compañías de diligencias. Con el carruaje para él solo, parando donde y cuando él quería, viajó durante lo que quedaba de Tierra Marchita hacia el norte, en dirección a su tierra. Sin problemas atravesó el Bosque Poniente y rodeó el Golfo de Oro hasta entrar en Ülsher y venir hasta Dsuepu.
- Así que lo has conseguido – le dije yo, contenta. Les juro a todos ustedes que no tenía dentro ni un gramo de envidia ni celos. Estaba verdaderamente feliz por mi yumón. – Tienes tu caldero de oro.
- Eso parece – sonrió Drill, con su sonrisa infantil. Nunca en toda nuestra vida juntos había visto aquella sonrisa tan bonita. – Digo wen.
Por encima de la mesa chocamos mi vaso de vino y su tazón de caldo, en un brindis de celebración.

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