lunes, 27 de febrero de 2017

Cuatro Reyes - Capítulo XVIII



El Sumo Sacerdote Oscuro Kuliaqán había repasado con rapidez el hechizo, aprendiéndolo inmediatamente y con la seguridad de que funcionaría. Era un gran hechicero y tantos años de estudio y entrenamiento (y la venta de su alma a una maldad superior) daban ciertas ventajas.
- Erlekthám, caloc. Vendrem gert, derundem gert. Isalhá, mestrum Thilt. Isalhá – comenzó a pronunciar el hechizo, con los ojos cerrados, aunque nadie podía haberlo asegurado, en su átona faz. Alzó las manos, cerradas en puños, por encima de la cabeza, mientras recitaba el hechizo de memoria. Era largo y algo complicado, así que Kuliaqán procedía con cautela y tranquilidad.
Alzó la cabeza, mientras seguía recitando. Una bola de fuego surgió por encima de él, cerca del techo de  roca de la caverna en la que se encontraba. El fuego ardía en riadas, retorciéndose unas sobre otras, formando una bola. Las llamas lamían la superficie, se introducían en su interior y salían por el otro lado. Parecía una bola compuesta por multitud de llamas y brazos de fuego con vida propia. El Sumo Sacerdote Oscuro Kuliaqán seguía recitando el hechizo.
Abrió los ojos, con las últimas frases del hechizo, y la bola de fuego se inflamó, más fuerte. Las llamas crecieron en intensidad y tamaño, y su color se hizo más intenso.
- Isalhá, mestrum Thilt. ¡¡Isalhá!! – terminó, al mismo tiempo que abría las manos y estiraba los dedos. La bola de fuego se estiró, formando una columna que se retorcía, a la vez que avanzaba por el aire. Reventó el techo de roca de la estancia de Kuliaqán, saliendo al exterior, viajando en un amplio arco hacia el lugar donde lo había dirigido el Sumo Sacerdote Oscuro.
Al lugar donde reposaba Thilt encerrado en su sarcófago de bronce.
La caverna se derrumbó, aplastando el mobiliario, el tocón de columna donde reposaba la bola de cristal y al mismo Kuliaqán.


- ¿Qué ocurre? – preguntó Dim, asustado.
- Me temo que un hechicero muy poderoso está liberando a Thilt ahora mismo – se lamentó Eonor.
- ¡¡No puede ser!! – chilló Zanigra. – ¡¡Tenemos que hacer algo!!
- No sé qué podemos hacer.... – Eonor parecía abatido. – No nos dará tiempo a alejarnos lo suficiente para que el hechizo no alcance el relicario. Y una vez que Thilt esté aquí....
- ¡¡Algo habrá que podamos hacer!! ¡¡Antes de que Thilt salga de su prisión!!
- No sé.... Puedo intentar alguna cosa, aunque no se me ocurre qué.... Pero tendría que dejar de conjurar la burbuja....
- ¡¡Hágalo, yumón!! – pidió Dim. – Lo importante es el relicario, no nosotros.
Eonor bajó los brazos y dejó de concentrarse. La burbuja se deshizo en un montón de chispas azules, que viajaron por el aire, apagándose. Se giró hacia los relicarios: uno brillaba intensamente y se sacudía, vibrando. El otro estaba inmóvil, inerte.
El hechicero tuvo una idea.
- Quizá.... No sé si funcionará....
- Pruebe, yumón, confío en usted.
- Haga algo, Eonor, sólo usted puede hacerlo....
En ese momento un Inno aullando se lanzó a por ellos tres, que se giraron y lo vieron acercarse, asustados. Dim y Zanigra chillaron y Eonor pensó en un conjuro para protegerse. Pero antes de que pudiera pronunciarlo Ceniza saltó por el aire, atrapando el cuello del Inno en mitad del vuelo. El peso del perro hizo que el Inno cayera al suelo y fallara en su ataque. Ya en el suelo, el perro lo destrozó a dentelladas.
- Ese perro me gustaba, pero ahora no sé si me atreveré a acariciarle.... – comentó Dim, atónito.
- Hay que darse prisa: Zanigra, coge el relicario vacío y sepáralo. Dim, busca entre nuestras cosas y dame un ala de murciélago y una rama de lavanda....
Los dos obedecieron, justo a tiempo: en aquel instante la columna de fuego que viajaba por el aire descendió e impactó contra el relicario en el que se hallaba atrapado Thilt, fundiéndolo, ennegreciéndolo y deshaciéndolo. El impacto del fuego hizo que Eonor cayera hacia atrás, que Zanigra cayera de bruces con el relicario vacío en las manos y que Dim rodara por la tierra.
Los Innos aullaron asustados y salieron corriendo de allí con sus patas de hormiga. Apenas quedaba la mitad de los que habían atacado al principio y los tres guerreros que les habían hecho frente los vieron irse con una mezcla de asombro y alivio. Los tres estaban cansados y todos tenían más o menos heridas: arañazos, cortes, magulladuras y algún mordisco, que había que tratar cuanto antes para que no se infectaran.
Pero no había tiempo para aquello.
Los tres miraron la columna de fuego que acabó por extinguirse, cayendo en su totalidad sobre el relicario que acababan de encontrar. El metal estaba fundido, quemado, lleno de hollín: ya no había relicario, sólo un montón de metal fundido sin forma alguna.
Del interior empezó a salir Thilt.
- ¡Maldita sea! – soltó Darius Gulfrait.
- ¡Bosta de caballo! – gritó Cástor.
Remigius estaba sin palabras.
El maligno hechicero salía del interior del relicario destruido como si saliera de un pozo estrecho: primero asomó su cabeza, cubierta con la capucha roja de su capa. Movió los hombros para sacarlos después y luego hizo unos movimientos a cada lado, para hacer sitio y sacar un brazo, con el que se apoyó en los restos fundidos de bronce para hacer fuerza y poder sacar el otro brazo.
Los seis lo miraron atónitos, aterrados y vencidos. Thilt había sido un hombre, hacia cientos de años, pero la magia lo había consumido: ahora era un simple esqueleto, con una piel gris pegada al hueso. Tenía ojeras negras que le rodeaban los ojos, que ardían como si fueran antorchas. Su cráneo, oculto en la capucha roja de la capa, estaba cubierto de cuernos, pequeños y anchos. Los brazos eran delgados, con los tendones marcados en la piel gris, acabados en manos descarnadas, con uñas gruesas y largas, de color amarillo, parecidas a las garras de un animal.
Thilt bramó, con medio cuerpo fuera de su prisión, haciendo fuerza con los brazos apoyados en el suelo, para sacar por completo su cuerpo.
- Hemos fallado.... – musitó Darius Gulfrait, para el que existía una máxima por encima de las demás: “no hay fracaso para un caballero”.
- Todavía no – dijo Eonor, y a pesar del miedo que sentía el hechicero, había conseguido que sus palabras sonaran con seguridad, haciendo que sus compañeros tuvieran un poco de esperanza. – Hay algo que podemos hacer.
- ¿Qué es, yumón?
- ¡¡Hágalo!!
- ¡Adelante!
- Puede que no funcione, es una idea desesperada – advirtió Eonor, mientras Thilt sacó su cuerpo hasta la cintura, bramando.
- ¡¡No importa!!
- ¡¡Pruebe!!
- ¡¡Hágalo!!
Eonor se volvió a Dim, que le entregó el ala de murciélago y la lavanda que le había pedido. El aprendiz sabía lo que su yumón pretendía hacer, aunque no sabía si funcionaría. Le apretó la mano al entregarle los ingredientes, con confianza, y el hechicero le sonrió, en agradecimiento.
Eonor se acercó al relicario vacío que Zanigra había apartado del otro y se restregó la lavanda en las palmas de las manos, mientras musitaba el conjuro, entre dientes. Lo hizo rápido, aunque muy concentrado: reservó un rincón de su cerebro para seguir deseando que funcionase. Después soltó el ala de murciélago en el aire, que revoloteó ella sola, al tiempo que Eonor colocaba sus manos rodeando el relicario de bronce, el que se había construido como suplente del que se utilizó para atrapar a Thilt.
El Gran Hechicero Maligno salió de su prisión, al fin. Se puso en pie, todo lo alto que era (llegaba a los dos metros) y observó a los humanos que le rodeaban. Su mirada era fría y calculadora, llena de maldad y de oscuras intenciones.


Entonces el ala de murciélago se pegó a su fina frente, anclándose allí como si fuese su lugar natural y no la espalda de un murciélago. Thilt aulló, aunque ninguno supo si fue de sorpresa o de dolor. El ala empezó a aletear y arrastró a Thilt al otro relicario, que Eonor seguía rodeando con las manos. El recipiente brilló con una luz amarilla y potente y el Gran Hechicero Maligno, recién liberado, aún recuperando sus poderes dormidos durante cientos de años, fue encerrado dentro de un nuevo relicario de bronce, creado especialmente para aquel propósito.

sábado, 25 de febrero de 2017

Cuatro Reyes - Capítulo XVII



- Es aquí – dijo Eonor, levantando la mirada del mapa. Comprobó los alrededores: estaban en una llanura, apartados de cualquier entrada de minas, al sur de una roca estrecha y erguida que se alzaba doce metros del suelo, a unos dos kilómetros del cauce seco del río Marth. No había duda. Era allí.
- ¿Estás seguro? – preguntó el coronel.
- Bueno, la señal en el mapa no es muy precisa, pero está claro que estamos en la zona. Tiene que estar por aquí....
Los seis bajaron de las cabras y buscaron por la zona.
Los animales se quedaron por allí, dóciles, buscando hierbajos para mascar.
- ¡Creo que es aquí! – llamó Zanigra. Todos corrieron a reunirse con ella. La bibliotecaria estaba asomada a una grieta en el suelo, estrecha y retorcida. Estaba muy oscura y no se veía el fondo ni lo que podía haber en él. – “Quedó atrapado en el relicario y fue arrojado a una grieta perdida de la roca”. Eso decían las leyendas y los cuentos.
- Sí, podría ser – dijo Eonor, esperanzado. – Muy bien, Zanigra.
- ¿Cómo lo sacamos de ahí? – preguntó Cástor. – El espacio es angosto y estrecho: ni siquiera el muchacho o yo cabremos ahí dentro.
- Podemos usar una polea.... – aventuró el hechicero.
- Ya, pero tenemos que asegurarnos de enganchar el relicario, si está ahí debajo.... – replicó Remigius. – ¿Cómo haremos eso?
- ¡Yo lo sé! – dijo Zanigra, teniendo una idea de repente. – Necesito una daga o una pieza de metal de ese tamaño.... y tu escudo, Remigius. Los demás buscad palos o troncos, para hacer la polea.
Recogieron diversos palos de madera que encontraron por allí, aunque les costó encontrarlos. Aquella zona de Gondthalion no era muy boscosa y las plantas, arbustos y árboles escaseaban. Mientras montaban un caballete, con una pequeña rueda en lo alto (Eonor tenía de todo en su equipaje) Zanigra frotaba la daga contra el escudo, confiando en darle un cierto magnetismo, que no estaba segura de conseguir. Había leído en los libros que frotando dos metales podía imantarse uno de ellos, pero no lo había probado nunca, ni sabía si los metales de la daga del coronel Gulfrait y el escudo de Remigius eran los adecuados.
Cuando el caballete con la polea estuvo colocado, clavado en el suelo, Zanigra y Dim ataron la daga al extremo de una cuerda. Pasaron la cuerda por la polea y la dejaron caer dentro de la grieta, con la daga imantada por delante.
El coronel Gulfrait y Remigius dejaron caer la cuerda, poco a poco. Podía ocurrir que se enganchara en algún saliente, así que procedían con cautela.
Al cabo de un rato la cuerda empezó a doblarse en bucles, cuando la soltaban para que bajara.
- Hemos llegado al fondo – informó Eonor.
- No se ha notado nada – dijo el coronel.
- Tirad, con cuidado – dijo Cástor, que estaba asomado a la grieta.
El coronel y el alguacil tiraron de la cuerda, con cuidado. Cuando se puso tensa notaron una resistencia en el otro extremo. Remigius y el coronel Gulfrait se miraron.
- Se ha enganchado en algo....
- O la daga ha funcionado. Tira más fuerte.
Los dos hombres tiraron con más fuerza, pero sin dar tirones bruscos. Cástor vigilaba la grieta, cogiendo la cuerda vertical de vez en cuando, para facilitar su salida del agujero. Después de tirar durante un rato, por el borde de la grieta asomó el final de la cuerda, la daga de Darius y pegada a ella un relicario como el que Cástor le había quitado a los Innos hacía semanas en la estepa de Berilio.
- ¡¡Lo encontramos!! – se alegró Dim. Zanigra reía a su lado, abrazándose al chico.
Los dos cogieron el relicario de bronce y lo sacaron del agujero, despegando la daga. Cástor se entretuvo deshaciendo el nudo y Remigius y el coronel Gulfrait recogieron la cuerda, enrollándola. Zanigra puso el relicario en el suelo y Dim y ella lo admiraron con temor. Ceniza, al lado de los dos, meneaba la cola, pero no en gesto de alegría. El perro parecía incómodo con aquel objeto delante.
- Apartaos, por favor – pidió Eonor. La bibliotecaria y su aprendiz se apartaron y el hechicero pudo ver el relicario. Lo cogió del suelo y lo sopesó en sus manos. – Es exactamente igual que el otro, el que encontraste tú, Cástor. Pero éste es más pesado, y parece que algo en su interior ensombrezca el alma....
El relicario pasó de mano en mano y todos lo compararon con el de Cástor, que el pastor había sacado de su petate. Los dos relicarios con forma de farol pentagonal eran idénticos, pero se diferenciaban fácilmente a simple vista: uno brillaba con los escasos rayos del Sol; el otro parecía absorber la luz y no la reflejaba, devolviendo sombra y oscuridad.
- Muy bien. ¿Y ahora?
- Ahora hay que salir de aquí – respondió Eonor. – Alejarnos de este lugar. Salir de Gondthalion, incluso. Sea quien sea quien quiere liberar a Thilt, no está aquí para hacerlo, así que supongo que lanzará su hechizo a distancia. No sabemos si ya tiene el grimorio de Kórac, pero cuando lo tenga lanzará el hechizo de liberación a este punto, donde él sabe que está el relicario que aprisiona a Thilt. Si hemos movido el relicario el hechizo será inútil....
- Entonces, bastaría con moverlo unos metros, ¿no? ¿Por qué hemos de salir de Gondthalion? – preguntó Remigius.
- No sé qué radio de acción tendrá el hechizo – Eonor se encogió de hombros. – Quizá apartemos el relicario unos metros y cuando el hechizo impacte en la grieta también alcance el relicario....
- Hay hechizos que tienen hasta un kilómetro de radio de acción – apuntó Dim, algo avergonzado, como cada vez que explicaba algo que sabía con seguridad. – Deberíamos alejarnos bastante y llevarnos ese relicario lejos de aquí....
- Muy bien – asintió Remigius.
- ¿Todavía podemos usar las cabras? – preguntó Darius Gulfrait.
- Sí – Cástor se volvió a mirar el rebaño. Se había alejado un poco, mientras ramoneaba entre las hierbas verde oscuro.
- Entonces montemos en ellas – el coronel recogió sus cosas y echó a andar, acercándose al rebaño. Los demás hicieron amago de acompañarle, pero las cabras trotaron, repentinamente asustadas, alejándose de allí, saltando entre las rocas, perdiéndose de vista. – ¿Qué ocurre?
Todos miraron alrededor. El aire empezó a agitarse, casi como si un vendaval se hubiese formado justo en el sitio en el que estaban.
- ¡Guano de murciélago! ¡¡Un cuélebre!! – señaló Dim, a medias aterrorizado y a medias fascinado.
Desde el cielo, un enorme cuélebre llegó volando hasta ellos, manteniéndose en el aire batiendo sus grandes alas: eso era lo que provocaba el vendaval. Chilló con un grito agudo, que hizo que todos se cubriesen las orejas. Montado en el cuélebre, había una criatura horrorosa y monstruosa, más que la montura. Sólo Eonor podía ponerle nombre.
- Un Dharjûn.... – musitó.
- Así que habéis encontrado a Thilt, ¿eh? – dijo el Dharjûn. No parecía molesto ni enfadado. Tampoco excesivamente amenazador: su tono era divertido. – Eso está bien. A ver cómo se desenvuelven ahora los acontecimientos....
Se giró en la silla de montar del cuélebre y lanzó una orden en un idioma extraño, que ninguno de los seis hablaba, pero que conocían, por haberlo escuchado recientemente: era el idioma de los Innos.
Un grupo de unos cuarenta saltó las rocas que había a trescientos metros, corriendo por la llanura hacia ellos. Darius Gulfrait desenvainó la espada, Remigius se descolgó el escudo redondo y dorado de la espalda y Cástor blandió su basto, con Ceniza al lado de la rodilla, gruñendo y enseñando los colmillos.
Eonor lanzó al cuélebre una bola de fuego que conjuró entre sus manos (uno de los poquísimos hechizos que conocía para atacar). Su jinete tuvo que tirar de las riendas para hacerlo girar en el aire y esquivar el dañino fuego. Por esta maniobra perdió la estabilidad y tuvo que alejarse, planeando desestabilizado, mientras el cuélebre lanzaba chillidos agudos.
- ¡¡Hay que proteger el relicario!! – gritó Darius Gulfrait, con la cara torcida por la tensión de la inminente pelea. Zanigra corrió y cogió los dos relicarios, abrazándolos contra el pecho.
- ¡Tráelos aquí, Zanigra! – mandó Eonor, mientras recogía sus fardos con Dim, reuniéndolos todos en un sitio. Cuando la bibliotecaria llegó hasta ellos y puso los relicarios en el suelo, Eonor pronunció otro conjuro y creó una especie de burbuja de una energía de color azul, rodeándolos. La energía parecía estar formada por multitud de pequeños rayos, que se entrelazaban unos con otros, sin parar de moverse y sin morir en ningún sitio. – Aquí dentro estaremos a salvo.
- ¡¿Y ellos?! – preguntó Zanigra, asustada, señalando a Remigius.
- Creo que podré dejarles entrar cuando quieran....
Los Innos llegaron sobre ellos. Darius Gulfrait lanzó un mandoble al primero, cortándole la cabeza, y luego movió la espada hacia el otro lado, atravesando al siguiente enemigo. Sacó la espada del estrecho cuerpo del monstruo caído y saltó dentro del grupo.
Remigius detenía a los enemigos protegiéndose detrás del escudo y luego lo utilizaba para golpearlos, moviéndolo de frente o hacia los lados, con movimientos de barrido. Las garras de los Innos arañaban contra la superficie bruñida del escudo, impotentes, y después caían inconscientes al suelo, cuando recibían un golpe del escudo, que sonaba casi como una campana cuando Remigius lo golpeaba.
Cástor movía su basto con mucha soltura, como si en realidad fuese un guerrero bárbaro y no un sencillo pastor. Los Innos le alcanzaron en los brazos, llenándole de heridas y arañazos, pero al belirio no le importó. Siguió moviendo su basto de un lado a otro, manejándolo con una mano o con otra indistintamente, haciendo molinetes y lanzando golpes, machacando cabezas y rompiendo espaldas. Ceniza, gruñendo como un perro rabioso, saltaba por entre los Innos, mordiendo aquí y allá, destrozando enemigos.
El cuélebre volvió a la carga, después de haber asegurado su vuelo. Se lanzó en vuelo rasante sobre la pelea, lanzando su chillido, tratando de amedrentar a los combatientes, pero los tres hombres eran valientes y no hicieron caso, luchando sin parar. Después el Dhârjun  lanzó su montura alada contra la burbuja de energía de Eonor, en picado. Éste se concentró, para evitar que pudiera quebrarla.
- Esto puede ser una genialidad o un desastre – murmuró el Dharjûn, con una media sonrisa en los labios. El cuélebre chocó contra la burbuja, se partió el cuello, rebotó, salió despedido, dio vueltas por el aire y cayó al suelo, resbalando por la tierra. Su jinete cayó separado de la montura, aparentemente inconsciente.
- Tenemos que salir de aquí – dijo Eonor, manteniendo la burbuja: gruesos goterones de sudor le caían por la frente, por el esfuerzo al aguantar el ataque del cuélebre suicida. – Hay que alejar el relicario de este lugar.
- ¿Pero cómo lo hacemos maestro? – Dim señaló fuera de la burbuja: los Innos se veían reducidos en número, pero aún eran muchos.
Eonor no contestó. Pensaba cómo huir de allí con el relicario en el que estaba preso Thilt sin que un par de Innos se separaran de la pelea y los siguiera, atrapándolos por sorpresa.
- ¡¡Mirad!! – señaló Zanigra. Los dos hechiceros, yumón y aprendiz, miraron el relicario donde reposaba Thilt. 
Había empezado a brillar con una luz refulgente y penetrante.

- Oh, no....