domingo, 31 de enero de 2016

Vampiros del Far West - Asalto a la diligencia

- II -

Los caballos piafaron, agitándose en el sitio. Los jinetes los refrenaron, calmándolos con voces suaves. Los animales estaban nerviosos: sabían lo que venía a continuación.
Mike Nelson serenó a su montura con palabras tranquilizadoras y unas palmaditas en el cuello. Su caballo se calmó al instante: no en vano llevaba siendo su montura desde hacía casi un año. Animal y jinete se conocían bien.
Mike miró tras de sí y a su lado, revisando a los hombres que lo acompañaban. Todos parecían serenos y concentrados en lo que iban a hacer. No eran sus amigos ni sus compañeros, pero Mike necesitaba confiar en ellos, aunque sólo fuese durante el “trabajo”.
Asaltar la diligencia de Culver City no era algo para tomarse a la ligera.
Pronto escucharon un ruido atronador de cascos de caballo a la carrera, acercándose. Los hombres se irguieron en sus sillas de montar y removieron a sus monturas. La diligencia estaba al llegar.
Mike volvió a mirarles de reojo, uno por uno, valorándolos de nuevo. Sabía que había elegido bien al grupo. Estaban Howard Manfred, Jimmy Jones y los hermanos Constanza. Ellos se encargarían de seguir a la diligencia, acosarla por detrás.
En el grupo de delante, los que harían que cambiase de rumbo, contaba con John Aberforth, “Stick” White y Leslie Lucas, chicos jóvenes que sabían cabalgar rápido.
Doscientos mil dólares a repartir entre ocho.
Había esperado al día correcto, había investigado la carga de la diligencia y decidido cuál era la mejor. Gracias a un contacto en la Wells Fargo supieron cuándo se iba a trasladar la caja con el sueldo de los trabajadores del ferrocarril. Una cifra con muchos ceros a la derecha.
Mike tenía pensado el plan desde hacía semanas, era rápido y sencillo. Pero necesitaba usarlo para un buen botín. Después de su golpe, seguramente la diligencia viajaría acompañada de un pequeño ejército, por seguridad, y un pequeño grupo de forajidos como el suyo sería incapaz de asaltar nada. La suma que transportaba esa mañana era suficiente para arriesgar un buen plan que sólo se podía usar una vez.
La diligencia pasó entonces delante de ellos, haciendo vibrar el suelo. El gran carro iba tirado por seis caballos, colocados por parejas. En el pescante iban dos hombres: el conductor con las riendas en la mano y un hombre de la ley, con un rifle en las suyas. El techo iba cargado de equipajes y bultos y pudieron ver cabezas a través de las ventanillas: la diligencia iba llena de pasajeros. Mike se permitió una pequeña sonrisa: eso podía engrosar aún más el botín. Pero también podía complicar la operación: en aquel maldito país todo el mundo llevaba revólver.
La diligencia pasó y dejó una nube de polvo tras ella. Mike respiró detrás de la roca en la que se ocultaban y tomó valor. Después azuzó a su caballo.
- ¡¡Iiiaaaaaaa!! – aulló, como un loco, cabalgando detrás de la diligencia. Sus compañeros le siguieron, gritando también.
La diligencia se alejaba con rapidez, pero ellos marchaban ligeros, acercándose a ella al galope. Manfred y Jones cabalgaban cada uno a su lado, justo detrás de la diligencia, por el camino. Cada uno de los hermanos Constanza iba a un lado del grupo, corriendo por entre los pequeños arbustos, acercándose a la diligencia por cada uno de sus costados.
Los cinco sacaron sus pistolas a la vez. Estaban a quince metros del objetivo.
Mike Nelson abrió fuego, apuntando hacia el carro de madera. No pretendía herir a nadie, solamente quería avisar de su situación. De los de la diligencia dependía que el asalto fuese limpio o hubiese que pelear.
Un disparo respondió al de Mike, desde el pescante de la diligencia. Mike meneó la cabeza: tendría que ser por las malas, entonces. Sus compañeros abrieron fuego.
La diligencia corrió aún más deprisa, probablemente porque el conductor azuzó a los caballos. Los asaltantes tuvieron que acelerar a sus monturas para no quedarse atrás.
Mike no disparaba. Sabía que sus disparos iban a ser inútiles, por la posición que ocupaba tras la diligencia. Además, necesitaría las balas del revólver para después.
Uno de los pasajeros se asomó desde el lado izquierdo de la diligencia, por la ventanilla. Empuñaba un revólver, que apuntó hacia atrás. Abrió fuego varias veces, sin hacer blanco. El pequeño de los Constanza, que acechaba a la diligencia desde aquel lado, disparó un par de veces con mayor fortuna. El pasajero dio un respingo extraño y quedó con la mano armada colgando de la ventanilla, sin moverse más.
Pero por el lado derecho apareció otro hombre, sacando su pistola por la ventanilla. Disparó repetidas veces sobre el Constanza mayor. El hombre armado con el rifle que iba en el pescante también disparaba por aquel lado. Howard Manfred salió del camino para acompañar a Constanza, disparando como él.
De pronto el mayor de los Constanza pegó un grito y cayó del caballo, agarrándose el pecho. Rodó por el suelo polvoriento del desierto y quedó inmóvil.
Howard Manfred disparó hasta agotar el revólver. El pasajero aulló y se metió dentro de la diligencia, herido. El hombre del rifle baleó al forajido. Manfred entonces recibió un disparo en el brazo y perdió su revólver. Guiando al caballo con la otra mano volvió al camino, protegiéndose detrás de la diligencia.
Poco podían hacer los tres desde detrás de la diligencia. Y el pequeño de los Constanza (el único Constanza) no podía alcanzar al hombre del rifle desde el costado izquierdo.
Mike apretó los dientes. ¿Cuándo iban a llegar al condenado tronco?
Pero no tuvo que esperar más. La loca carrera a la que habían visto obligada a tomar a la diligencia había hecho que llegasen antes al punto de encuentro con el resto del grupo de asaltantes.
Un gran tronco seco obstaculizaba el camino.
El conductor de la diligencia lo vio rápido y tiró de las riendas para refrenar a los caballos y esquivarlo. Entonces, desde los afloramientos rocosos que había a la derecha del camino, salieron otros tres forajidos: John Aberforth, “Stick” White y Leslie Lucas. Los tres muchachos aullando como lobos hambrientos. Parecían disfrutar con aquello.
Los disparos de los tres jóvenes alcanzaron al tirador del rifle, que cayó rebotando al suelo. El conductor no tuvo más remedio que torcer hacia la izquierda, el lado opuesto por el que los nuevos bandidos llegaban hasta la diligencia. Con pericia salvó el tronco y se alejó del camino.
El grupo de forajidos de la retaguardia se acercaron a la diligencia, a un brazo de ella. Los que venían desde la derecha se colocaron a su vera por ese lado.
Por aquel terreno había un pequeño precipicio, un cañón de unas decenas de metros. La idea de Mike había sido empujar a la diligencia hacia ese terreno cortado a cuchillo, para hacerla frenar y poder asaltarla sin problemas. Los dos grupos de bandidos estaban consiguiendo eso en aquel momento.
Pero con lo que no habían contado Mike y sus compañeros era con la pericia del conductor, ni con su arrojo. En lugar de frenar el convoy, el conductor azuzó a los caballos, acelerándolos, haciéndolos girar al borde del precipicio, manteniendo a la diligencia a la carrera justo al borde, siguiendo la dirección del cañón.
Mike juró por lo bajo, cabreado, mientras seguía cabalgando detrás de ella.
Jimmy Jones saltó a la diligencia, agarrándose al portaequipajes que llevaba colgado detrás. Escaló como pudo por él hasta subir al techo. Por la derecha, “Stick” White se subió al escalón que había bajo la puerta, que servía de ayuda a los pasajeros para subir dentro. Agarrado a la puerta apuntó con el revólver al conductor, intentando tenerle a tiro desde el lateral.
El pasajero herido que había disparado antes desde la ventanilla abrió la puerta y la empujó, aplastando al joven forajido contra el costado de la diligencia. “Stick” White perdió el revólver y cayó al suelo, rodando por la tierra del desierto. El pasajero apuntó con su revólver y acertó a Aberforth, antes de que Leslie Lucas le diera dos veces en el pecho. El forajido cayó muerto al suelo, entre las patas de su caballo y el pasajero se recostó sangrando en el asiento. Gritos de mujeres asustadas llegaron desde dentro de la diligencia.
El conductor notó la presencia de Jimmy Jones en el techo y se giró para mirarle. El joven bandido le apuntaba con su revólver. El conductor se volvió hacia delante y luego volvió a girarse hacia atrás, apuntando a Jimmy con una pistola enorme, un legendario Colt Dragón. El arma le abrió un boquete a Jimmy en la cara y le hizo caerse hacia atrás, al suelo. El caballo de Howard Manfred se enredó con el cadáver de Jimmy y cayó al suelo, tirando a su jinete. Caballo y hombre acabaron cayendo al precipicio.
Mike no se inquietó al ver caer a tantos de sus compañeros. Solamente una frase le revoloteó en la cabeza: menos para repartir.
Constanza saltó al portaequipajes trasero de la diligencia, como antes hubiese hecho Jimmy Jones. Mike le dejó hacer: sabía que el joven Constanza estaba hecho de otra pasta. El chico sacó su revólver y se asomó por la derecha, llamando a Leslie Lucas. Le hizo un gesto con el cañón del arma hacia delante y el bandido a caballo le asintió, comprendiendo lo que se proponía.
Mientras Lucas se acercaba al pescante de la diligencia, cabalgando sobre su caballo a toda velocidad, Constanza escalaba hasta el techo y se escondía como podía con los bártulos que había allí estibados. Mike, acompañado en la retaguardia por los caballos de Jimmy Jones y de Constanza, observó hacer a los dos muchachos.
Leslie Lucas llegó a la altura del pescante y realizó un único disparo, hacia el conductor, sin apuntar demasiado. Erró el tiro, pero llamó la atención del conductor, que le tiroteó mientras el chico refrenaba a su caballo para salir del ángulo de tiro. En ese momento Constanza se irguió y disparó sobre el conductor, alcanzándole en la espalda. El hombre soltó las riendas y el revólver, doblándose sobre sí mismo.
Lucas volvió a acercarse al pescante y saltó sobre él, tomando las riendas y alejando a la diligencia del precipicio, frenando poco a poco a los caballos.
Mike Nelson sonrió, mientras seguía a la diligencia.
El gran carro frenó en medio de la llanura, entre arena y matojos. Leslie Lucas echó al conductor hacia atrás y comprobó que todavía respiraba, aunque trabajosamente.
- Lo siento, viejo.... – dijo el forajido, taponándole la herida. El chico recogió el Colt Dragón y se lo guardó.
Mike Nelson saltó al suelo y abrió la puerta de la diligencia, apuntando con su revólver hacia dentro. No esperaba resistencia, pero había que andarse con cuidado.
Había tres mujeres jóvenes, vestidas con ricos vestidos. Un hombre mayor, con pinta de vendedor o representante miró a Mike con miedo. Había dos muertos, los dos pasajeros que habían disparado desde los dos lados: el del lado izquierdo, todavía con la mano colgando por fuera de la diligencia, era un anciano. El otro hombre, el del lado derecho, abatido por Leslie Lucas, era un hombre maduro, con gran bigote castaño y vestido con traje.
- Señoras, caballero, les ruego que no hagan ninguna tontería – dijo el bandido, con voz tranquila y serena. Era una voz muy bonita. – Me gustaría que siguieran con vida y para ello sólo tienen que entregarme cualquier objeto de valor que lleven encima sin mostrar signos de resistencia, como estos caballeros que les acompañan – terminó, señalando los cadáveres.
Los pasajeros que quedaban con vida empezaron a entregarle collares, relojes de bolsillo y demás joyas que llevaban encima. Mike sabía que no era nada comparado con el cajón que tenía que haber en alguna parte, pero les serviría de coartada. El asalto pasaría por uno rutinario, que por casualidad había encontrado una caja llena de dólares. Así su contacto en la compañía estaba fuera de peligro.
Constanza rebuscaba entre los bultos y equipajes del techo, sin encontrar la caja. Leslie buscó en un pequeño compartimento que había a los pies del conductor, con más fortuna.
- ¡Eh! ¡Nelson! ¡Mira lo que he encontrado! – llamó.
Mike se acercó a él, ignorando que el chico le había llamado por su nombre, cosa que habían acordado que no podían hacer. Lucas le alcanzó la caja de hierro. Mike Nelson la puso en el suelo y la abrió golpeando el cierre con la culata del revólver. Estaba llena de fajos de dólares, todos ordenados y nuevos. Mike sonrió de medio lado.
- ¡Ja, ja, ja! ¡Somos ricos! – rió el joven Lucas. Constanza, desde el techo también sonrió.
Mike se levantó entonces como un rayo, desenfundando el revólver a toda velocidad. Golpeando el percutor con el canto de la mano izquierda disparó a Leslie Lucas y al joven Constanza, con dos disparos muy seguidos. Lucas quedó tendido al lado del conductor herido y Constanza cayó hacia adelante hasta el suelo arenoso, al lado de Mike.
Menos para repartir.
Las mujeres gritaron dentro de la diligencia, pero las ignoró. Se agachó de nuevo sobre la caja y sacó todo el dinero, metiéndolo en unas alforjas que tenía preparadas en su caballo. Se acercó después a Lucas, tendido muerto en el pescante de la diligencia y le quitó el Colt Dragón que llevaba en el cinto. Después se fue hacia su caballo y montó, alejándose de allí.
Lo sentía por los Constanza: le caían bien. Quizá si hubiesen sobrevivido los dos hubiese repartido el botín con ellos....
Cabalgó al trote hacia el sureste, en dirección a Desesperanza, un pequeño pueblo a unas decenas de millas de allí. Se refugiaría allí unas cuantas noches y luego seguiría su camino. Ahora era rico.
Un disparo sonó tras él. El caballo se encabrito y se puso de manos. Mike, asustado, se agarró a las riendas con fuerza. Jinete y caballo cayeron al suelo, uno al lado del otro. La montura sangraba por una herida en una pata trasera.
Mike se giró y vio a un caballo llegar hasta él al galope. El jinete parecía ser “Stick” White: el pendejo había sobrevivido a la caída y había alcanzado la diligencia, encontrándose con sus compañeros muertos y ni rastro del botín.
Mike se apoyó en el cuerpo del caballo tendido para disparar y apuntó con calma. Hizo un solo disparo y White cayó del caballo hacia atrás, estirando los brazos. Quedó hecho un guiñapo en el suelo mientras su caballo seguía corriendo, bajando el ritmo.
Mike se puso en pie, observando a su caballo herido. Tenía un tiro en los cuartos traseros. No podía levantarse y mucho menos correr.
Meneó la cabeza, contrariado. Le molestaba mucho aquello. Sostuvo el revólver, todavía en su mano, mirando al caballo a los ojos. El animal estaba asustado. Temblaba.
- Lo siento, chico.... – dijo, con su voz tranquila. Apoyó el cañón del revólver en la frente del animal y apretó el gatillo una vez. Las patas del caballo dieron un respingo, en un espasmo, y luego se quedaron quietas.
Mike se puso de pie y recogió las alforjas del dinero. Cogió también una bolsa con provisiones y balas y echó a andar. Buscó con la vista al caballo de White, pero había seguido trotando una vez que había perdido a su jinete, alejándose de allí. Estaba fuera de su alcance.
Quería llegar a Desesperanza, pero sin caballo era prácticamente imposible. Lo mejor era buscar un refugio por allí cerca.
Si no, el desierto le mataría.


miércoles, 20 de enero de 2016

Vampiros del Far West - Un pueblo del oeste

- I -

El Sol caía a plomo sobre el desierto de Mojave. La tierra reseca parecía a punto de estallar, quebrándose por el calor. El aire ondulaba y hervía en los pulmones.
El borrico caminaba a paso lento pero continuo sobre aquel terreno infernal. Parecía no verse afectado por el calor: sus patas seguían moviéndose sin pausa, una detrás de otra. Las dos orejas del animal caían desmadejadas a un lado y a otro de la cabeza.
Su jinete, sin embargo, parecía estar muerto. No se movía en absoluto, inmóvil sobre el lomo del animal. Parecía caído sobre él, con los hombros hundidos, el amplio sombrero mejicano calado sobre las cejas y el poncho raído y sucio de hollín y polvo cubriéndole todo el cuerpo. Ni siquiera se bamboleaba con los movimientos del asno. Las moscas volaban a su alrededor y se posaban en él.
Grandes charcos surgían delante del borrico, desapareciendo por arte de magia una vez se acercaba a ellos. Los espejismos los llevaban acompañando desde Culver City. Brillaban y bailaban por efecto del extenuante calor.
Más allá del último y más alejado espejismo surgieron unas construcciones de madera. No eran más que sombras de lo que en realidad eran. Se levantaban apenas unos palmos del suelo, por efecto de la lejanía.
Aún así, el jinete pareció revivir ante su aparición. Se irguió en el lomo del burro, estirando los hombros y mirando hacia el frente con atención. Subió una mano hacia el sombrero, levantándolo un poco y retirándolo de los ojos.
La sombra de la ancha ala dejó ver unos rasgos mejicanos, una cara redonda y colorada y un fino bigote negro adornando el labio superior. El resto de la cara, ancha y rellena, estaba cubierta de una leve y dura sombra de barba. Los ojos, oscuros, miraban con atención las lejanas construcciones.
El hombre, con cara seria y mirada atenta, se humedeció los labios, pensativo, y azuzó a su montura para que acelerara el cansino paso. Estaban a punto de llegar a su destino.
Al cabo de unos minutos alcanzaron las primeras edificaciones. Eran cabañas de madera, con un porche delantero y elevadas con respecto al suelo sobre una tarima de madera. Estaban en un típico pueblo de aquella zona del desierto.
El viento sopló por la calle del pueblo, levantando polvo y tierra, dibujando formas circulares y espirales en el aire. No había nadie a la vista.
El jinete mejicano tenía que encontrarse con Ezequiel Cortez en aquel pueblo, pero parecía que su contacto no había llegado aún. Se bajó de su montura y caminó con paso lento por la ancha calle del pueblo, tirando del ronzal del burro, mirando a ambos lados de la calle. Nadie se veía a través de las ventanas de las casas, nadie salía a la calle, nadie estaba trabajando ni cruzaba el pueblo a caballo o en carro. Ni siquiera había excrementos de monturas en el suelo.
El mejicano se extrañó, pero también llegó a la conclusión de que quizá la gente se estuviese protegiendo del extremo calor de primera hora de la tarde. En unas tres horas el pueblo volvería a bullir de actividad.
Llegó hasta una bomba de agua que había en un lado de la calle, entre dos casas de madera con las cortinas echadas. Usó el mando, arrancando un chorro de agua clara y fresca, que fue a caer y a llenar un pequeño abrevadero que había debajo del caño. El asno se acercó sin que mediara orden de su amo, bebiendo. El jinete se quitó el sombrero y bebió al lado de su montura, refrescándose la cabeza y el cuello. El agua dejó regueros limpios entre el polvo de su piel.
Se colocó el sombrero de nuevo y miró alrededor. No sabía si Cortez había llegado o no, pero lo más seguro era que, si ya estaba en el pueblo, lo estuviera esperando en el saloon. Y si aún no había llegado, sería él el que lo esperara sentado a una mesa a resguardo del Sol y bebiendo un tequila.
Tiró de nuevo del ronzal del burro, cuando el animal se sintió saciado y dejó de beber. Andando delante de él, se encaminó al gran edificio de dos plantas del saloon. Destacaba entre el resto de edificios del pueblo, pequeños y bajos. Estaba silencioso y tranquilo, con unas pesadas cortinas cubriendo todas las ventanas. La pianola no se escuchaba, ni las voces de los hombres jugando a las cartas.
Estaba claro que todo el pueblo estaba en pausa, esperando que el Sol fuese más benévolo con ellos.
El mejicano ató a su burro en uno de los postes que había delante del saloon y subió a la tarima sobre la que se alzaba el edificio.
Entonces escuchó un roce dentro del edificio.
Fue un simple roce de ropa contra la madera, pero los pelos de la nuca se le erizaron y sintió un escalofrío sobrenatural en la espalda. Se pasó la lengua por los labios, nervioso. Decidió que se largaría del pueblo en ese mismo momento. Se dio la vuelta y bajó al lado de su borrico.
Pero entonces se giró de nuevo, mirando a la doble puerta batiente del local. El interior estaba oscuro, pero no había ninguna presencia extraña ni terrorífica. El jinete mejicano volvió a acercarse a la puerta, pensando en Cortez y en el negocio que se iban a traer entre manos.
- ¿Hola? – preguntó, mientras empujaba las dos hojas de la puerta y entraba en el saloon, dejando atrás la luminosidad del Sol y entrando en la penumbra del local.
Una figura con forma humana se abalanzó sobre él, agarrándole por los hombros con unas manos duras y fuertes como tenazas de hierro. Antes de que pudiese reaccionar, el atacante tiraba de él, introduciéndole más en la oscuridad del establecimiento, entre las mesas y las sillas volcadas y cubiertas de sangre.
El mejicano intentó gritar, pero unos colmillos se clavaron en su cuello, cortando su chillido. Con una mezcla de horror y asco sintió cómo su sangre y su vida salían lentamente de su cuerpo.

jueves, 14 de enero de 2016

Vampiros del Far West - Introducción

Además, estoy vivo y quiero seguir en medio de los vivos
y cuando esté muerto querré estar en medio de los muertos.
Y no me gustaría que un vivo me obligase a estar en medio de los vivos.
¿Está claro para ti?

“Por un puñado de dólares” (1964)



El mundo está dividido en dos partes, amigo:
los que tienen la cuerda al cuello y los que la cortan.

Tuco (el feo) en “El Bueno, el Feo y el Malo” (1966)



Caballeros no estamos combatiendo una enfermedad.
Esas marcas en el cuello de su querida Lucy fueron hechas por algo innominable que hay ahí fuera, muerto pero no muerto.

Van Helsing en “Drácula de Bram Stoker” (1992)



Cuando se quiere matar a un hombre hay que darle en el corazón y el Winchester es el arma más adecuada.

Ramón Rojo en “Por un puñado de dólares” (1964)



Verás, existe un viejo dicho:
ten cerca a tus amigos, pero más a tus enemigos.
Recuérdalo, es importante.


“Blade II” (2002)




Este libro está dedicado a Sergio Leone, Clint Eastwood, Samuel Colt, James Stewart, Henry Fonda, Lee Van Cleef, Bram Stoker, Abraham Van Helsing, Buffy Summers, Seth y Richard Gecko, Damon Salvatore y Spike.